De los tres, Lorca, Buñuel y Dalí, podemos hablar de la historia reciente, de poesía, cine y pintura. Lorca fue el damnificado en carne, Buñuel se tuvo que ir, pero ojo, ya se había ido antes y no le sería tan extraño y doloroso como a otros exiliados, incluidos los interiores. El papel más indigno fue el de Dalí: bufón del reino. En el trono, una albondiguilla. Poca cosa el dinero, los viajes y el reconocimiento internacional, cuatro lentejas que aún hoy se reparten en el Ampurdà, a cambio de dejar en la estacada a sus amigos rojillos y sus huérfanos.
Mereció la pena para él, suponemos, y para Franco tener un amigo de rojos en las altas esferas culturales de su país en propiedad.
¿A quién calcar como artista supremo, como un elemento indiscutible de distracción? Dalí eligió a Velázquez. No habría discusión, tenía el mismo bigote. Pero creo, que en algún momento hubo una duda. Sobretodo cuando, cual San Pedro, tuvo que desprestigiar a Buñuel en público, deshacerse de esa rémora del pasado de vino y rosas. Optó por los palios, altares, condecoraciones, No-Dos y viudas que iba dejando la dictadura a su paso.
En sus inicios, el caso era escandalizar. Su padre echó a Dalí de casa por insultar públicamente a su madre en una obra.
¿Insultaba al régimen con sus patochadas?
La gente se partía de risa. Buñuel miraba a otro lado, aún así le perdonó. Dalí no debió perdonar a Buñuel cuando quiso estrangular a Gala, que riete tú de Yoko Ono.
Surrealismo puro.
miércoles, 28 de octubre de 2009
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